
“Por qué la había comprado? ¿Qué iba a hacer con aquella casa enorme de cuyo estuco rosado sólo quedaban restos, la sombra borrosa de su antigua belleza? ¿Necesitaba aquella casa? […] Se quedó mirando hacia la casa rosa que desde la colina dominaba el valle”
Así empieza La casa del tiempo de Laura Mancinelli (Periférica), una de las novelas más hermosas que he leído en los últimos tiempos.
Orlando siente el impulso de comprar el caserón de su antigua maestra de primaria; un referente de su infancia con quien estableció una tierna amistad y a quien no volvió a ver tras dejar el pueblo para estudiar secundaria en la ciudad.
La casa, con su enredadera, su romero, su huerto y su tilo, es una caja de resonancia de un pasado lleno de recuerdos, probablemente, sublimados.
“Recordó la mano que le acariciaba el pelo, las tablas de multiplicar, las estanterías de libros. Después todo quedo interrumpido, roto, con su partida al nuevo colegio, con la separación de todas las cosas amadas, con aquella infelicidad de la que tuvo que defenderse con el olvido”
Orlando tiene expectativas: cree que su nueva propiedad le ayudará a dejar atrás el vacío existencial en el que vive inmerso y a recuperar la ilusión por la pintura y el arte. Quiere construir un espacio de retiro creativo en el que acoger a una selección de compañeros. Sin embargo, misteriosamente, la casa parece tomar decisiones propias, determinar quién puede o no permanecer entre sus paredes. La casa se manifiesta con señales sutiles, cobija y expulsa a discreción a los distintos huéspedes ante la mirada atónita de Orlando.
Con la ayuda de Plácido, -un hombre bonachón que regenta el mesón del pueblo-, Orlando desentrañará los secretos de la casa y de la maestra. La triste historia de una mujer que conoció los embates de la soledad y del sacrificio pero que también conoció el amor más sincero, un amor sin esperanza, como demuestran las líneas de esta carta que ella misma le escribió a un hombre al que nunca pudo aprehender:
“En realidad, mi deseo no es que me pertenezcas, sino conocerte. Conociéndote te tendré para siempre, serás parte de mí misma mientras viva”
¿Puede haber una concepción más lúcida del amor?