A veces, allí donde lo atroz se instala y el horror lo impregna todo, el ser humano se empeña en búsquedas que le permiten soportar la realidad y seguir respirando. Son búsquedas irracionales a ojos de los demás, pero tienen un sentido profundo y purificador para quien las lleva a cabo.
De este tipo de búsquedas trata El hijo de Saúl, la película sobre el holocausto nazi que más me ha perturbado y conmocionado. Ópera prima del director húngaro László Nemes resultó ganadora del Gran Premio del Jurado de Cannes en 2015 y del Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 2016. Su perfección formal y el dominio del primer plano y del plano secuencia la convierten en una obra extraordinaria.
Saúl es un prisionero judío que forma parte del sonderkommando de Auschwitz. Los sonderkommando eran brigadas especiales formadas por judíos deportados a los que los nazis encomendaban los siguientes trabajos: acompañar a las víctimas a las cámaras de gas, retirada y eliminación posterior de los cadáveres de los asesinados y, finalmente, limpieza de las cámaras para perpetuar el genocidio.
Actividades nauseabundas que los miembros del sonderkommando estaban forzados a realizar a cambio de prolongar durante un tiempo incierto sus propias vidas.
–Ya estamos muertos – les dice Saul a sus compañeros de brigada en un momento determinado.
En una de esas nauseabundas jornadas de exterminio, Saul ve cómo un niño agonizante (un niño que a duras penas ha logrado sobrevivir a la cámara de gas), es asfixiado y rematado a manos de un médico nazi.
A partir de ahí, toda la obsesión y empeño de Saúl es encontrar un rabino entre los prisioneros del campo para enterrar dignamente y en secreto el cadáver del muchacho.
Sus días y noches transcurren en esa búsqueda obsesiva e incesante. Contra viento y marea. Escondiéndose todo el tiempo, -siempre en vilo-, tratando de que su propósito pase inadvertido en un contexto claustrofóbico y acechante.
Será esa búsqueda la que le salvará y le ayudará a dignificar y trascender un destino inevitable.
