“¿Quién vigilará a los vigilantes?” se preguntaba Juvenal a finales del siglo I d.C. Su célebre frase me vino a la mente la primera vez que vi El bosque (M. Night Shyamalan, 2004), un thriller psicológico perturbador que cuenta con una gran banda sonora.
Los protagonistas son los habitantes de una aldea enclavada en un valle apacible. El valle está circundado por un bosque que actúa como frontera. La comunidad vive en aparente armonía, dirigida por un consejo constituido por los más veteranos y un estilo de vida ajeno al dinero como forma de intercambio. Pero bajo ese manto idílico, se palpan la contención y los secretos que muchos de sus habitantes guardan. Este diálogo entre una mujer del consejo y su hijo cuando éste le reprocha lo que unos y otros esconden y reprimen, es ilustrativo:
— ¿Qué te hace pensar que él siente algo por mí? — pregunta la madre.
— Nunca te toca — responde el hijo.
Los habitantes del poblado viven aislados, alejados del mundanal ruido. ¿Por qué? Porque en el bosque habitan unas criaturas antropomorfas que emiten sonidos guturales y ocultan sus cuerpos y rostros bajo togas con capuchas encarnadas. Garras repulsivas brotan de sus brazos y de su espalda. Son “aquellos de los que no hablamos”. Supuestamente les atrae el color rojo (por eso ningún aldeano viste ese color y los objetos de tintes rojizos son enterrados) y les ahuyenta el amarillo (razón por la cual la linde del bosque se señaliza con banderines de ese color y con antorchas nocturnas).
Entre los aldeanos y las criaturas del bosque parece existir un pacto tácito de convivencia por el cual unos y otros respetan su propio territorio sin adentrarse en el ajeno. El equilibro se altera el día en que Lucius (Joaquin Phoenix), un joven impetuoso y determinado, solicita permiso al consejo para atravesar el bosque y llegar a la ciudad con el propósito de traer medicinas.
El bosque aborda de forma original e inquietante temas eternos: el poder de la sugestión y del miedo; el dilema entre libertad y seguridad; el deber de proteger la inocencia; el fin que no justifica los medios y el mal que puede desencadenarse incluso en contextos de máximo amparo.