El estadounidense Edward Hopper es uno de mis artistas favoritos. He visto sus obras en varios museos del mundo; siempre que puedo, lo busco en las paredes de las pinacotecas que tienen la fortuna de contar con sus originales.
Su destreza para retratar sobriamente -sin aditivos- la soledad y el silencio es asombrosa. Sus personajes suelen estar aislados, a lo sumo acompañados por una o dos personas, enclavados en estancias y paisajes simples, realistas a la par que simbólicos.
Su mujer Josephine Hopper, que también era artista, posó para él como modelo en muchos de sus cuadros, también en New York movie (Óleo sobre lienzo, Museum of Modern Art, New York), uno de los más icónicos.
Vemos una sala de cine de la ciudad de Nueva York. El público debe estar en silencio en este preciso instante, con la mirada centrada en un fotograma de lo que parecen ser montañas nevadas. Pero eso es lo de menos, porque la que de verdad importa es ella.
Ella, la acomodadora, que habrá visto la película cientos de veces y espera meditabunda y esbelta, en el pasillo, bajo la luz cálida de las lámparas.
Yo creo que está pensando en los sueños que llevaba en la mochila cuando decidió dejar su pueblo y mudarse a la gran ciudad.
Creo que ambicionaba llegar a ser una actriz de renombre -de cine o de teatro, indistintamente- idolatrada por su público. Ambicionaba frecuentar los estudios, las fiestas y los despachos de las productoras. Quería posar y deslumbrar con sus galas sobre las alfombras rojas.
Sin embrago, las cosas no debieron ser sencillas… nada le fue favorable. Por eso ahora dedica su belleza y talento a deambular entre la taquilla y la sala. Acompaña melancólicamente hasta sus butacas a las personas que entran en ese cine céntrico de Manhattan. Esboza siempre una media sonrisa.
Así, apoyada contra la pared, creo que trata de recordar qué hizo mal, a quién importunó, en qué punto se equivocó para que su destino haya acabado siendo tan distinto a su ambición.
¿Qué opinas tú?
